POR LA APREHENSIÓN CERTERA DEL MOMENTO ACTUAL

Miguel Amorós Peidro es un anarquista, nieto de anarquistas, hoy muy preocupado por la situación muy degradada del planeta Tierra.

Por ello, nos hace una aproximación al momento actual que vivimos para no equivocarnos en el cálculo de la gravedad de la situación que obligaría a tomar decisiones drásticas contra el sistema capitalista que está destruyendo las bases materiales de la vida y de la civilización humana.

Podemos ver una biografía suya como escritor prolífico en Wikipedia (*1).


POR LA APREHENSIÓN CERTERA DEL MOMENTO ACTUAL

“¡Estamos hartos! ¡Liberemos la vida! ¡Liberemos la tierra!”

La sociedad de mercado se desmorona, dejando a la sociedad humana la tarea de deshacerse de los escombros.

Raoul Vaneigem

Toda época tiene su propio carácter, su propia idiosincrasia, por la que debe ser interpretada. El pasado nos proporciona herramientas para captarla, pero no para entender los cambios sobrevenidos en lo que contienen de nuevo, no para la completa comprensión de su devenir. Para ello hay que tener la mente abierta a las novedades y a sus consecuencias, pues si bien el capitalismo se está manteniendo a pesar de sus constantes modificaciones, hay que discernir aquellas históricamente significativas para la lucha contemporánea, es decir, prestar especial atención a las transformaciones que revelan la proteica especificidad del capitalismo, que descubren su ser camaleónico. Visto lo cual, el proyecto revolucionario ha de reformularse bien si no quiere reducirse a mito, degenerar en ideología. La verdad no se desprende de un pensamiento estático, sino dialéctico.

Explicar la época es hablar de capitalismo, es decir, un modo de vida social dominado por abstracciones (mercancía, dinero, capital, estado). Pero sin recurrir al metalenguaje propio del marxismo mistificado, un idioma seudocontestatario y con pretensiones científicas, repleto de frases hechas redundantes y tópicos pasadistas. Conviene platicar de una forma concreta de capitalismo, su forma industrial tardía, mundializada, con sus rasgos típicos, su desaforado estatismo, su desarrollismo enloquecido, su elevada nocividad, sus desechos omnipresentes, sus obreros desclasados y sus crisis ambientales. Henri Lefebvre definió aquella como sociedad burocrática de consumo dirigido. Otros, recalcando un aspecto que consideraban principal, la calificaron de sistema tecnicista (Ellul), sociedad del espectáculo (Debord) o sociedad de masas (Arendt). Como quiera que fuere, quien hable de pérdida de la biodiversidad, degradación de los ecosistemas, contaminación generalizada, calentamiento global, tsunami urbanizador, patriarcado o digitalización del mundo, sin referirse al capitalismo de hoy y a la burocracia estatal que le sirve, habla sin fundamento, tiene en su boca un cadáver.

La incesante acumulación de capitales favorecida por los estados y el modo de vida aberrante que se deriva de ella ponen en peligro la supervivencia en el planeta. Las señales de alarma son innumerables. Los ciclos biológicos se alteran, la salud se resiente. La crisis climática es inevitable: la cantidad ingente de ecocuranderos lo corrobora. La desigualdad aumenta en todas las direcciones, la expansión de las áreas de influencia de las grandes potencias militares provocan guerras, mientras el hambre en la periferia capitalista se dispara. La depredación asociada al beneficio privado reina a costa del trabajo, del territorio y de sus habitantes. El crecimiento económico ya no garantiza el sustento para todos, pero en cambio, destruye la base sobre la que se sustenta la vida. La irracional carrera por la industrialización del mundo va directa al precipicio, o como ya es moda decirlo, al colapso. La transición verde del capitalismo no es más que un señuelo. ¿Qué transición puede haber dentro de un régimen ultradesarrollista? El capitalismo sobrepasa sus límites externos, físicos,

igual que superó los internos. La explotación infinita de recursos tropieza con su disponibilidad limitada y dinamita las estructuras sociales de la población empobrecida. Y como ya pasó con anteriores tropiezos, especialmente con la formación de una antaño poderosa clase obrera, actualmente desaparecida, los estrategas del régimen dominante recurren a su formidable aliado la tecnología, digital por supuesto, el armamento habitual para superar las contradicciones por un tiempo. En caso extremo, echarán mano de las fuerzas de orden estatales y los ejércitos privados.

En la época anterior del capitalismo nacional basado en las fábricas, la lucha de clases fue la forma que revistieron los anhelos de emancipación de los oprimidos. La reconversión industrial, la terciarización, la globalización de las finanzas, la burocratización del movimiento obrero y la generalización del consumismo acabaron de manera irreversible con la conciencia de clase y con el papel central del proletariado industrial. La desaparición completa de un movimiento obrero autónomo acarreó la de sus referencias, sus valores, sus tradiciones y la memoria de sus luchas. Gracias a los mecanismos de control y a la comunicación unilateral, la sociedad civil quedó absorbida por el estado. Gracias a la publicidad masiva la vida cotidiana fue abducida por la mercancía consumible. El vacío que quedó fue rellenado por una extensa clase media asalariada nacida de la fusión de la pequeña burguesía y el proletariado aburguesado. De mentalidad interclasista, ideológicamente ciudadanista, es decir, burguesa, moderada, cortoplacista, prima la seguridad por encima de cualquier otra cosa, y por consiguiente, es resignada, conformista y manipulable. Su facción progresista ha hecho lo indecible por alejar la cuestión social del terreno de la lucha de clases y llevarla al de la identidad. Ese tipo de clase constituye la base sólida del sistema partitocrático en Occidente, o del régimen de partido único en el resto del mundo.

En las actuales condiciones, los obstáculos en el camino de la reflexión crítica abundan más que nunca. La clase dominante ha generado ideologías sustitutorias tales como el desarrollismo sostenible y su contrario, el decrecentismo tibio, hasta llegar a la actual colapsología, que parte de la cruda realidad del desastre, por lo que no propone correcciones de tendencia o fórmulas reparadoras como las otras, sino simples paliativos. Todas ellas tienen en común dos elementos: la ignorancia del proceso histórico que ha engendrado los males que pretenden conjurar, y el recurso al estado como agente aplicador ideal de sus remedios. Lo que en la práctica significa la pasividad como norma y fiarlo todo a las elecciones. En su formulación son notables, por una parte, la ausencia de un sujeto consciente forjado en la experiencia de la catástrofe como no se trate de responsables universitarios o partidos políticos, y por la otra, la neutralidad preconcebida de un aparato estatal a merced de una mayoría parlamentaria. La presunta racionalidad del sector progresista ciudadanista deriva de la filosofía posmoderna que relativiza -“deconstruye”- el alcance de conceptos absolutos como verdad, realidad, saber, sujeto, clase, memoria, historia…, o sea, que procede de la irracionalidad dominante, fruto de una seudorracionalidad tecnicista caracterizada por la digitalización social masiva. El progresismo ciudadano es un simple componente mental de un mundo hostil a la razón, donde la verdad no tiene sentido, la realidad no es discernible, los objetos se han emancipado de sus productores y la mentira militante campa a sus anchas. La eliminación del entendimiento, tarea histórica de la filosofía posmoderna, es el corolario de la

desertificación planetaria. El momento en que el conocimiento instrumental y la dominación capitalista coinciden.

El capitalismo de hoy viene marcado por la importancia adquirida por el territorio como medio de producción en un contexto mundializador. La perspectiva de la valorización y el negocio del territorio significa que aquél ha entrado en una fase eminentemente extractivista. Además, la energía, el agua, la tierra, los minerales y la naturaleza misma se han convertido en factores estratégicos, y por lo tanto en posibles puntos débiles, por lo que su control ha de ser asegurado. La cuestión territorial -que es también energética, climática, cultural y definitivamente social- ocupa el lugar central antiguamente reservado a los problemas laborales y al ocio popular. Eso no significa en absoluto que los conflictos urbanos sean irrelevantes, sino que han de integrarse en la defensa del territorio para ser realmente subversivos. La verdadera batalla social se libra hoy en día en el territorio (comprendidos los espacios urbanos). La industrialización expeditiva de la tierra causa víctimas en muchos ámbitos que no se resignan, es más, resisten. Bien sean indígenas, pobladores o campesinos corrientes, ambientalistas, neorrurales, ecologistas radicales, académicos disidentes o desertores de la urbe, transitan por un espacio común y tejen alianzas que les permiten movilizarse y plantar cara al pillaje territorial de las inmobiliarias, las industrias y los fondos de inversión con alguna probabilidad de éxito. Las tácticas son diversas; van desde los procedimientos judiciales a los sabotajes, desde la no violencia a los enfrentamientos con la policía, pero en todas subyace una conciencia de especie amenazada que se defiende. Eso puede no ser suficiente, pero, a juzgar por los despliegues policiales y las duras medidas punitivas que suscitan las movilizaciones ocasionales, es preocupante para el orden injusto. Va entonces por buen camino.

En la defensa del territorio concurren las premisas necesarias para configurarse un nuevo sujeto universal capaz de representar intereses generales, porque su lucha es la de todos los perdedores del avance turbocapitalista. Paradójicamente, sus efectivos han de ser mayoritariamente urbanos. Emerge de las formas horizontales, de los espacios liberados sin jerarquías ni mediadores que debe crear para realizar su acometida y llevar a cabo el programa informal implícito en ella. La vuelta a lo local, la repoblación comunitaria, las redes de distribución alternativa, la soberanía alimentaria, la resistencia comunal… son componentes de otra forma de vida basada en la reciprocidad, la cooperación, el valor de uso y la autodefensa, de la que se derivan relaciones sociales libres e igualitarias. La defensa del territorio no es otra cosa que la defensa de un plan de vida colectivo, no patriarcal, una tentativa de reconstrucción de la sociedad mediante la transformación de la vida cotidiana, perfectamente concebible y realizable en pleno equilibrio metabólico con la naturaleza.

En el escenario territorial tiene lugar, por así decir, otra lucha de clases. Allí se enfrentan dos maneras de habitarlo, dos bandos que representan a dos facciones opuestas, el de la vida y el de la devastación. El primero no pretende apropiarse del sistema capitalista para cambiarlo puesto que es irreformable, y sencillamente quiere desmantelarlo. El segundo quiere preservar dicho sistema a cualquier precio, sin escatimar estragos. Intenta disimular este combate sirviéndose de farsas electorales, lavados verdes, conflictos identitarios, idiotismo consumista y represión a discreción, sin embargo, la contradicción mayor del sistema de la clase dominante no ceja de mostrarse en primera línea. La sociedad capitalista también se descompone por dentro. Es inevitable, forma parte de su genética. Pero los partidarios de la vida no pueden conformarse con eso renunciando a la pelea, y, por ese motivo, si quieren ser consecuentes, están obligados a plantear su actividad anti-industrial, sea negativa o positiva, saboteadora o constructora, esforzada o lúdica, en términos antiestatistas y anticapitalistas. Han de rehabilitar la utopía y, desde luego, pasar a la ofensiva.

Miquel Amorós, 29 de julio de 2023.


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