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Menos mal que los tenemos. Son los defensores de la libertad de expresión y sin ellos no tendríamos democracia. Nos lo han repetido tantas veces que hoy esta idea forma parte de nuestra cultura y nuestras creencias modernas. Los de la pequeña pantalla lo llenan todo. Y están tan instalados en la infinita autocomplacencia que se les llena la boca, sacan pecho y levitan en su asiento cada vez que nos recuerdan su papel. Pero si alguien se atreve a ponerlos en cuestión, es posible que se corte el micro y se ponga punto final a la entrevista para que solo podamos oír el sermón pontificio del periodista sobre su «profesionalidad e independencia».
La cámara se les sube a la cabeza y sufren fantasías. Se creen los buscadores de la verdad, los destinados a mantenernos bien informados. Sin embargo, su principal logro consiste en que todo aquello que nos gustaría conocer sobre la trama de intereses que hay a sus espaldas ―alrededor de los cuatro individuos que tienen la propiedad de las cadenas y alrededor de los fondos de inversión, la banca y las grandes empresas que son accionistas, financian o sostienen las cadenas con pagos por publicidad― se desvanezca como el humo y permanezca ausente, invisible. Aquí hay más arte que en un gremio de trileros. ¿Acaso no existen esos intereses? ¿Nada tras las cortinas que desvirtúe la democracia y que debería conocer el gran público? Algunos ejercen de primeros espadas en favor del capital. Otros disimulan y ponen carita de progresista o se especializan en programas chistosos sobre la corrupción, la ineptitud o el tufo franquista de algunos políticos a los que eligen como objeto de chanza. Pero todos son intolerantes a hablar de la mano que les da de comer: ninguno se atreve con el tabú nº 1, la propiedad de los medios, porque perdería su puesto de trabajo de manera fulminante.
No tenemos la soberanía sobre los grandes medios de comunicación. No nos representan. No están a nuestro servicio. La cadena pública debería ser de todos, pero sus relatores se quitan y ponen según el partido de turno que alcanza el poder. El resto de los grandes medios pertenece a un puñado de individuos que, a pesar de ser pocos y caber en el reservado de un restaurante, acumulan un enorme capital, lo que les otorga legitimidad para erigirse como amos y señores de los medios. Y con ello compran el derecho a contratar y pagar el sueldo a cientos de periodistas y tertulianos que ―por muy independientes que estos se crean en sus fantasías― serán despedidos si se portan mal o estarán bien alimentados y colocados en horario de máxima audiencia si se portan bien: son los elegidos por el capital, los destinados a tener los rostros más conocidos y las voces más escuchadas, los sumos sacerdotes de nuestro tiempo. Bonito reparto. Fijémonos en la belleza y en la profundidad de las palabras con las que ellos mismos se refieren a este asunto: lo llaman libertad y pluralidad, ¡el pilar de la democracia! ¿No es para caer de rodillas y llorar de emoción? Pero yo no veo pluralidad ni democracia ni libertad. Lo que veo en este reparto es cómo se establece el primer fundamento del capitalismo: un puñado de individuos adquiere ―gracias a su dinero― una enorme ventaja sobre el resto de la población para difundir sus propias ideas, la ideología de la élite.
Defendemos la libertad de expresión y queremos que ellos, aunque sean pocos, puedan decir lo que quieran, sean cuales sean los intereses que tengan detrás. Ellos también defienden la libertad de expresión a capa y espada: la suya, no la nuestra. Se han apropiado del altavoz más grande y no lo quieren soltar. Es una desigualdad que no debemos tolerar y que debemos corregir de inmediato. Los propietarios de las grandes cadenas y sus periodistas a sueldo, gracias a un poder comprado con dinero, tienen capacidad infinita para montar noticiarios y tertulias ―todos los días, mañana, tarde y noche, y todo cosido a su medida― para hacerse oír ante medio país, pero el pueblo soberano no tiene esa capacidad: es algo que queda fuera del alcance de sindicatos, partidos políticos nuevos, asociaciones de consumidores, pensionistas u otras asociaciones ciudadanas, aunque representen a millones de personas. Con esa ventaja han conseguido que una buena parte de la población confíe en ellos, los crean y vean en la televisión el referente a seguir (“Si lo han dicho en la tele, es cierto”). No ha sido difícil. Está en nuestra naturaleza. Los humanos tendemos a compartir la corriente principal, a asumirla y a mimetizarnos con el grupo para no sentirnos excluidos. Así damos forma a las culturas que nos diferencian por naciones y épocas, aunque esas culturas estén basadas en creencias o grandes falacias: si nos hemos pasado miles de años creyendo que la élite antigua y sus hijos eran los elegidos por los dioses para poseer la tierra y gobernarnos a todos, no es de extrañar que hoy creamos que los miembros de la élite actual y sus herederos, los que acumulan el capital en nuestra cultura moderna, tengan el derecho inviolable a quedarse los grandes medios de comunicación y a eso lo llamemos libertad. En consecuencia, los periodistas elegidos por el capital se creen tan sagrados e intocables que se comportan como los niños pijos y mimados de la tele. Se muestran intolerantes a recibir críticas. Cuando hablas mal de ellos, patalean, se quejan, cogen su altavoz y le dicen a todo el país que esto es un ataque contra la libertad de expresión. Cuando dices que esto no es democracia, se ofenden y te exhiben ante la audiencia como a un bicho raro.
La televisión es su club privado: a ellos siempre se les ve, pero tú no puedes entrar si no es con invitación; y si te invitan, solo estarás en antena los segundos que ellos determinen. Los que no comulgan con el ideario de la élite ―los que protestan, los indeseables para el capital, los que molestan― son apartados del debate; y así, tras una presencia fugaz o ausentes del todo, quedan indefensos y fácilmente son destrozados, linchados por periodistas que siempre están ahí y que actúan al unísono ante la atenta mirada de millones de votantes que creen lo que ven y oyen en el templo sagrado de la televisión. ¿Y tú quieres acabar con la especulación, con los privilegios de la banca, con el oligopolio de los grandes medios de comunicación y con los movimientos de dinero opacos que van y vienen a través de los paraísos fiscales? Prepárate para el patíbulo: son pocos, pero la televisión es suya. Te van a mostrar ante las cámaras y ante todo el país como un indeseable que quiere destruir las libertades de la élite; estás muerto y enterrado.
¿Qué tal si ponemos también el Parlamento a la venta? Vivimos en un «mundo libre» porque el capital goza de libertad para comprar los grandes medios de comunicación. Ha sido todo un avance: con Franco había un solo amo de la televisión y ahora hay tres o cuatro. Agitamos banderitas y celebramos la fiesta democrática cada vez que hay elecciones y gana uno de los partidos que nos trajeron este regalito. Yo ardo en deseos de favorecer al capital y no quiero dejarlo a medias: propongo ampliar sus libertades para que también pueda comprar la Cámara legislativa. Así, al igual que elige a los periodistas del templo, también podrá elegir a nuestros representantes políticos y tenerlos en nómina. Como los otros, también rebosarán de «profesionalidad e independencia». Pero no nos hace falta llegar a tal extremo porque esta propuesta es un sueño liberal casi cumplido: el capital y los propietarios de los grandes medios ya influyen de manera decisiva, más que ningún otro grupo social, en el resultado de las campañas electorales y en la composición de nuestra Cámara legislativa.
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Artículo basado en el libro Homo sapiens credulus, de Manuel Nb.
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