El compañero Alfredo Apilánez nos ofrece este escrito en su blog de Trampantojos y Embelecos sobre el papel de la bicicleta en la sociedad, economía y en el urbanismo en un cariñoso artículo dirigido a los movimientos monotema – de un solo asunto -. Nos hemos sentido interpelados porqué nacimos como movimiento por el derecho a la vivienda pero las críticas de Alfredo a las limitaciones de los movimientos monotema como el de la bicicleta o la vivienda, permiten profundizar en nuestro papel como movimiento reivindicativo en la sociedad. No queremos huir pues de la discusión de nuestro movimiento por el derecho a la vivienda basado en micropunciones al funcionamiento depredador del capitalismo financiarizado y a la degradación acelerada de las condiciones de vida de las clases populares. Pero tampoco como dice Alfredo que el ejercicio de la presión institucional en pos del diseño de políticas favorables a las clases populares chocan contra el «techo de cristal» de la especialización y de las limitaciones insertas en las propuestas de reformas parciales limitadas a un solo ámbito. Nos ha parecido muy interesante abrir este debate a nuestros seguidores y es la razón por la que lo publicamos.
Más allá de la movilidad «sostenible»
Para Carlos Rodríguez, alma mater de 30 Días en Bici, con cariño crítico
El socialismo puede llegar sólo en bicicleta
Jorge Riechmann
El ciclista lo crea todo a partir de casi nada, convirtiéndose en el ser más eficiente energéticamente de entre todos los animales y máquinas que se mueven; y, como tal, tiene una capacidad ímproba para desafiar todo el sistema de valores de esta sociedad. Los ciclistas no consumen bastante. La bicicleta puede ser demasiado barata, demasiado saludable, demasiado independiente y demasiado equitativa como para que le vaya bien. En una era del exceso, es minimalista; y ostenta el potencial subversivo de hacer feliz a la gente en una economía impulsada por la frustración de los consumidores
Jim McGurn
Mucho más que dos ruedas
«Tenemos tan integrados y asumidos ciertos valores capitalistas que no nos damos cuenta del absurdo que supone tener una lavadora en cada casa».
La lapidaria afirmación corresponde a Unai, vecino del barrio okupado vitoriano de Errekaleor, una de las comunidades autogestionadas más importantes del país. «Errekaleor vivo» representa un magnífico ejemplo en curso de una experiencia de vida cotidiana basada en valores anticapitalistas y en relaciones de apoyo mutuo y autogestión. «Vamos a dar un paso más y a prescindir de ciertos servicios en las viviendas como cocinas eléctricas, lavadoras, frigoríficos para tenerlos en zonas comunes», explica Estitxu Vilamor, otra vecina de Errekaleor.
Si extendiéramos esta filosofía de vida a la movilidad o al transporte no cabe duda de que el bien comunitario –o mejor, comunista- por antonomasia sería la bicicleta. La bicicleta es, en palabras de Jorge Riechmann, «el artefacto ecosocialista por excelencia». Un producto de la maquinaria industrial capitalista que apunta a otra sociedad. Sus rasgos materiales y simbólicos anudan los dos ejes esenciales que permitirían al menos atisbarla: socialismo y racionalidad ecológica. Tratándose de un embrión de bien comunista, la potenciación de su uso tiende a desgarrar las costuras del envoltorio mercantil que la recubre actualmente. Su deslumbrante racionalidad puede resultar por tanto potencialmente explosiva para el modo de vida vigente al tener, como refiere la cita inicial, «una capacidad ímproba para desafiar todo el sistema de valores de esta sociedad».
El modelo antropológico que sustenta el sueño «húmedo» pequeñoburgués encarnado en el mall, el adosado familiar y la locomoción encapsulada en potentes motores de explosión saltaría por los aires con la hegemonía del austero y temperado ciclista.
No sólo eso; la bicicleta encarna en sus características esenciales de bien de uso un rasgo del que la inmensa mayoría de los bienes privados carecen. Dicho de una forma puerilmente solemne: cumple el imperativo categórico kantiano. Una sociedad en la que siete mil millones de terrícolas usaran el coche o la moto en sus desplazamientos cotidianos recordaría a la cruda distopía que describe Manuel Sacristán -«un inmenso rebaño de atontados ruidosos en un estercolero químico, farmacéutico y radioactivo»- mientras que, bien al contrario, el uso de la bicicleta podría llegar a universalizarse sin reventar las costuras ecológicas de la biosfera. Estamos pues ante un bien profundamente racional que desafía la cultura de la hybris, de la desmesura irracional que promueve el paradigma capitalista. Y el único sistema racional de organización social, como nos recuerda de forma extraordinariamente cruda la acerba realidad que vivimos cotidianamente, es el socialismo.
El socialismo no puede llegar por tanto en transporte motorizado; sólo puede hacerlo en bicicleta. Pero para ello esta debe primero dejar de ser una mercancía. Y eso requiere transformaciones profundas que trascienden el ámbito de la movilidad.
En caso contrario, reducida a la condición de mero vehículo saludable y ecológico, la bicicleta permanece recluida en el ámbito mercantil, aunque sea bajo la etiqueta naíf de la movilidad «sostenible». De este modo, se neutraliza su deslumbrante contenido sociopolítico, potencialmente antagonista, a través de su inclusión en la inocente esfera lúdico-paliativa: menor contaminación, prevención de la arterioesclerosis, práctica deportiva, baratura, etc. En su crisálida mercantil, el potencial subversivo de desafiar el sistema de valores imperante queda diluido en la estética inofensiva de un bien sostenible y saludable, pero fundamentalmente residual.
Y ya totalmente despojada de cualquier atisbo de adherencias sociopolíticas, la bicicleta funge también, en nuestra competitiva y alienante cotidianeidad, como herramienta de desfogue y de producción de endorfinas para sobrellevar el estrés cotidiano de las capas de profesionales de clase media-alta, con gran despliegue de coloristas y costosos equipamientos. Ello inserta de lleno a la bici en el imaginario rabiosamente consumista, emulando a los hiperindividualistas runners y convirtiéndola en un bien de lujo, portador de los valores, genuinamente capitalistas, de la sofisticación y la ostentación.
En ciudades convertidas en tráfagos de humeantes tubos de escape, la bicicleta sirve asimismo a los planificadores y gestores públicos de recurso de emergencia para mitigar el envenenamiento generalizado y vender la falsa imagen de una ciudad sostenible, amable e inclusiva.
Los servicios de alquiler municipales, los carriles bici y, sobre todo, el impacto de las crisis de redoblada virulencia han reducido infinitesimalmente la polución y la congestión urbanas, extendiendo levemente el uso de la bicicleta en detrimento del motor de explosión. Una parte creciente de las empobrecidas clases populares, descabalgada de sus máquinas motorizadas por las apreturas económicas, recurre a la bicicleta para sus desplazamientos cotidianos.
Idéntica tendencia se observa en el curso de la actual pandemia, contemplada desde ciertos ámbitos sedicentemente progresistas como una «oportunidad» para la extensión del uso de la bicicleta, por sus beneficios en términos de salud y de reducción de los riesgos de contagio y por su condición, en contraposición al bullicioso y demediado transporte público, de transporte individual seguro al aire libre. No parece empero que el miedo y el aislamiento sean en absoluto las mejores premisas para la expansión de la bicicleta.
Toda la cantinela sobre la calidad de vida que proporciona la movilidad «sostenible», intencionadamente desgajada del entorno productivo, crecientemente inhóspito y degradado, para recluirla en el «inocente» ámbito de los desplazamientos individuales, se moviliza para dar un barniz suave y apacible al uso de la bici. Las smarts cities, con su intenso aroma de gentrificación y de violencia inmobiliaria, simbolizan esta visión del fomento de la movilidad «sostenible» y de la pacificación urbana que alimenta el flagrante oxímoron de un capitalismo «con rostro humano», tan caro a los probos gestores de los Ayuntamientos del «cambio» en los que han desembarcado quienes iban a «asaltar los cielos».
La bicicleta, ¿un movimiento «de un solo asunto»?
Tales «micropunciones» al funcionamiento crecientemente depredador del capitalismo financiarizado y a la degradación acelerada de las condiciones de vida de las clases populares en las terciarizadas y rentistas urbes del Primer Mundo, que no cuestionan en absoluto el marco general del aberrante sistema económico realmente existente, remiten al estrecho horizonte de los «movimientos de un solo asunto», en este caso el fomento de la movilidad «sostenible» a través de la extensión del uso de la bicicleta. Las indudables virtudes de este tipo de movimientos sociales, como el fomento de la difusión de la bicicleta y el ejercicio de la presión institucional en pos del diseño de políticas favorables a su uso masivo chocan contra el «techo de cristal» de la especialización y de las limitaciones insertas en las propuestas de reformas parciales limitadas a un solo ámbito. Se trata de colectivos, en la caracterización acuñada por el filósofo Francisco Fernández Buey, recluidos en un solo asunto -en este caso la movilidad, pero también muy presentes, por ejemplo, en el ámbito de la lucha por el derecho a la vivienda- y que adolecen, debido a la rigidez de sus líneas de demarcación, de la posibilidad de trascender «las lindes del enclave». Ello impide tender a una visión integral de la transformación social, en la que la bicicleta sea un ingrediente imprescindible pero secundario. De ahí que la proclamación de las innumerables bondades de la bicicleta carezca de virtualidad en aras de la mejora de las condiciones de vida de las clases populares –en las que la salud y la movilidad son sin duda elementos esenciales, pero derivados de las condiciones materiales de subsistencia- si no va unida a una concepción radical basada en la necesidad de una transformación social anticapitalista.
El movimiento de un solo asunto puede producir asimismo el espejismo triunfalista de las conquistas parciales, fundadas en la implementación de soluciones sencillas e inmediatas que despiden un inconfundible tufo «populista»–destacadamente, la proliferación sin ton ni son, al compás de la brutal crisis socio-sanitaria en curso, de carriles-bici de caótico trazado y de seguridad más que dudosa-. Tales microavances colman las modestas reivindicaciones formuladas por el «movimiento» ante la autoridad competente. El activista deviene por tanto un especialista, que formula reivindicaciones en un ámbito concreto, circunscrito a su esfera de actividad, sin que en el resto de aspectos de su vida cotidiana, ajenos a su compromiso, tenga necesariamente planteamientos o comportamientos transformadores.
La esencia del movimentismo ciudadanista que impregna el activismo especializado remite por tanto a la tradición reformista de la vieja socialdemocracia, con su nostalgia de un capitalismo atemperado a través de la intervención decidida de las administraciones públicas en la implementación de medidas paliativas que atenúen el embate del capital. Una tradición que ha sido barrida de la faz de la tierra por el embate del capitalismo neoliberal financiarizado, rabiosamente antiobrero y depredador de las riquezas naturales.
La crítica fundamental que se les puede hacer a los movimientos de un solo asunto es, en definitiva, que piensan que su solución puede funcionar aunque se mantenga el sistema actual. Sus propuestas, en el mejor de los casos, sólo remedian uno de los efectos del decurso aberrante del sistema de la mercancía, sin atacar la verdadera causa del problema. Pero sobre todo, no nos puede satisfacer un avance en la movilidad «sostenible» y en el uso masivo de la bicicleta si éstos son generados en el entorno de un sistema depredador que no respeta ni a las personas ni a los bienes comunes, mientras bajo su égida se acelera de forma extraordinaria la destrucción de los ecosistemas. Llenar la ciudad de ciclovías, pacificar el tránsito en ciertas zonas o potenciar los servicios de alquiler municipales son arreglos de detalle, microavances fácilmente reversibles que producen una falsa sensación de satisfacción, de reivindicación triunfalmente conseguida, pero que no transforman significativamente ni siquiera el propio modelo de movilidad privada irracional de la ciudad mercantilizada.
Incluso en ocasiones los movimientos de un solo asunto –por amplio o importante que este sea- pueden ser contraproducentes.
En una reciente reunión con el equipo municipal de Barcelona en Comú, la representante de la plataforma vecinal Fem Sant Antoni, reflejando la enorme preocupación por el brutal proceso gentrificador que sufre el vecindario céntrico de Barcelona, uno de los más afectados por la violencia inmobiliaria derivada de la desaforada burbuja del alquiler que asuela la ciudad de los prodigios, afeaba al regidor del distrito, Gerardo Pisarello, los efectos indeseados que podría provocar en la zona el proyecto de la segunda supermanzana –zona pacificada de tráfico- de la ciudad: «Pero es también cierto que las políticas y las actuaciones del Ayuntamiento en nuestro barrio no ayudan a construir una ciudad socialmente equilibrada ni ayudan, en concreto, a los inquilinos. Al contrario, las políticas y actuaciones municipales contribuyen activamente a la expulsión del barrio de los vecinos que son inquilinos. Estas políticas del Ayuntamiento gentrifican el barrio y la gentrificación es la causa directa de los desahucios invisibles y del mobbing inmobiliario». El embellecimiento y la pacificación de la zona de Sant Antoni, acompañados por la potenciación de la bicicleta en detrimento del vehículo motorizado, contribuyen decisivamente –sin que se haya producido en absoluto una modificación sustancial de las depredadoras reglas del juego del mercado inmobiliario- a la expulsión de los vecinos, víctimas propiciatorias del recrudecimiento de la violencia inmobiliaria en los barrios de Barcelona.
Así pues la movilidad, no «sostenible» sino simplemente racional, como el resto de los «asuntos», potencialmente transformadores, que integran nuestra inhóspita realidad, sólo podrá aspirar a transformar seriamente las condiciones de vida de las clases populares en un entorno socialista. El resto son simulacros.
La bicicleta en Errekaleor
Trascender el techo de cristal del movimentismo ciudadanista supone, en definitiva, superar el activismo especializado, la cultura de la reivindicación y las componendas del burocratismo institucional para tender a la, cada vez más apremiante, transformación radical de la vida cotidiana.
A estas aproximaciones exclusivamente sectoriales de los movimientos de un solo asunto se añade habitualmente una orientación estratégica de «asepsia» ideológica cuyo efecto es dejar de dar cuenta del asunto par excellence: la centralidad de las relaciones de explotación del hombre y de la naturaleza en el reino del capital.
Esta crisis profunda tiene síntomas y nombres distintos (crisis energética, ecológica, social, de vivienda, sanitaria, de cuidados…) pero la enfermedad es siempre la misma: el capitalismo.
El socialismo sólo puede llegar en bicicleta pero al socialismo no se llegará yendo todos en bici, consumiendo tomates ecológicos o abriendo pequeñas cooperativas de autoconsumo; utopismos todos ellos con creciente predicamento en ambientes sociales alternativos. Las ímprobas tareas a realizar, no ya para lograr transformaciones radicales sino incluso para ralentizar el desastre, exigen apuestas más serias que simples cambios de hábitos cotidianos.
Por tanto, la construcción de focos de resistencia anticapitalista y de exploración de nuevas formas de convivencia que ensayen otro tipo de relaciones interpersonales es la conditio sine qua non para incidir en los aspectos neurálgicos de la vida cotidiana que exigen una mutación radical. Teniendo siempre presente que la negatividad contenida en el combate y la resistencia contra los embates del capital no es suficiente, ya que un sujeto transformador no puede emerger sin apoyarse en un bagaje positivo de experiencias comunitarias, islotes de resistencia que alberguen estilos de convivencia no capitalistas.
Un solo centro social okupado, siempre llenos de bicicletas, que integre en su cotidianeidad antagonista la praxis y la defensa acérrima de la bicicleta contra la cultura del asfalto motorizado, tiene un enorme potencial de crear nuevo tejido social comunitario mientras rompe el «techo de cristal» de la especialización sectorial, consustancial al movimiento de un solo asunto.
Como demuestra el ejemplo de Errekaleor, la forma de disolver las artificiales fronteras entre los movimientos de un solo asunto –movilidad, ecologismo, feminismo, pacifismo, vivienda, por no mencionar los delirios nacionalistas- es la transformación de todos los ámbitos de las relaciones sociales en un sentido anticapitalista. Sin embargo, de ningún modo las aludidas realizaciones pueden constituir por sí mismas, dentro de la sociedad capitalista con la que infortunadamente cohabitan, otra cosa que ensayos muy limitados de autogestión y fugaces destellos de una sociedad racional. Como recuerda Miquel Amorós, «para trascender las lindes del enclave, o sea, para generalizarse, haría falta pasar a la ofensiva, invadir a gran escala el espacio dominado por el capital». Pero mientras tanto, si se trata de ir en serio, al menos hay que cuidar y pugnar por ampliar esos atisbos de vida comunitaria en el acerbo entorno circundante.
Las potentísimas cualidades de la bicicleta, como bien ecosocialista y símbolo embrionario de otra forma de organización social basada en la racionalidad (“la producción y el consumo al servicio del ser humano y la naturaleza y no a la inversa”), sólo podrán por tanto desplegarse a través de una transformación radical de las relaciones sociales en un sentido socialista. Este es el dilema del que tratan de escapar, como apunta certeramente Amorós, quienes se conforman con «asaltar los suelos» legalmente en pro de una ilusoria rectificación, política y ambientalmente «sostenible», de las «entrañas de la bestia».
fuente: Alfredo APILÁNEZ, Más allá de la movilidad «sostenible».